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HACERSE PEQUEÑOS

manotendidadmin Por manotendidadmin
23 de septiembre de 2021
in Homilías
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HACERSE PEQUEÑOS

Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará.» Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,30-37).

 

El domingo pasado dejamos a Jesús con el grupo de los discípulos a los pies del monte Hermón, en el extremo norte de Palestina. Hoy lo encontramos a su regreso, atravesando la Galilea, en dirección al lago Tiberíades.  Marcos subraya que quería hacerlo de incógnita, porque estaba instruyendo a sus discípulos sobre algo muy íntimo y reservado.  En efecto, les anunciaba por segunda vez su muerte y resurrección.  Sin embargo, a diferencia del primer anuncio, ahora añade una referencia que deja perplejo a su círculo íntimo: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”.  Aquí, la forma pasiva del verbo “entregar”, supone que el sujeto agente de la entrega es Dios Padre.  Es el Padre quien “entrega” a su propio Hijo a los hombres para salvar al hombre.  Así, el evangelista Marcos nos introduce en el misterio de la Pasión.  El texto de la primera lectura de hoy, extraído del Libro de la Sabiduría, lo anticipa proféticamente: “Pongámoslo a prueba con ultrajes y tormentos, para conocer su temple y probar su paciencia.  Condenémoslo a una muerte infame, ya que él asegura que Dios lo socorrerá” (Sab 2,19-20). Y el socorro llegó cuando el Padre lo resucitó de entre los muertos.  Marcos hace notar que los discípulos no entendían las palabras del Maestro y temían interrogarlo sobre ese tema.  Aparece claro que, mientras por una parte no entendían, porque el dolor estaba fuera de sus esquemas mentales; por otra parte, preferían no profundizar sobre ese argumento.  Antes le habían escuchado decir que, si alguien deseaba ser su discípulo, debía ir detrás de él cargando la cruz (cf. Mc 8,34).  Ahora, estas palabras que hablan de “entregarse”, les parece algo excesivo.  Dirían entre sí: “mejor no tocar ese tema”.  La escena sucesiva sugiere dos puntos más de reflexión: corregir la mentalidad de la competitividad (Mc 9,33-34), y aprender a servir en vez de mandar (Mc 9,35-37). 

 

La pregunta que los discípulos se hacen, no llega en un momento casual: Jesús acaba de hablar de su fin, de su sufrimiento, y de la posibilidad de ser asesinado.  Y entonces aquí se desencadena la competencia entre ellos.  Hay un lugar vacío que hay que llenar, el puesto del jefe.  La competición nos vuelve inhumanos: los discípulos no se preocupan por el dolor del amigo, sino de quién ocupará el lugar. Están de tal modo preocupados por la carrera, que ya no escuchan las palabras. La ambición de poder produce sordera.  Se dice que el filósofo Aristipo, discípulo de Socrates, fue muy criticado por haberse arrodillado ante el tirano de Siracusa, Dionisio.  Aristipo se justificó diciendo que no era su culpa si Dionisio tenía las orejas en los pies.

 

El apetito insaciable de poder no hace pensar en la muerte, que es precisamente no sólo un vacío de poder, sino que abre la vida a su sentido más profundo.  Mirar la propia muerte significa preguntarte para qué y para quién estás viviendo.  Abrir el corazón al sentido de la muerte te permite vivir la vida no contra alguien sino para alguien. En 2008, el neurólogo, miembro de la Cámara de los Lores y ex canciller británico David Owen, publicó un libro en el que, atraído por el comportamiento y el perfil psicológico de ciertos políticos y dictadores, acuña el término “Síndrome de Hubris”, mostrando la tendencia a la grandiosidad, a la omnipotencia, incapaces de escuchar, mostrándose impermeables a las críticas.

 

Esta enfermedad del poder es un trastorno psiquiátrico adquirido que afecta a personas que ejercen el poder en cualquiera de sus formas y que se transforma en soberbia, arrogancia y prepotencia. Hubris o hybris es un concepto griego que significa desmesura.  Todo lo opuesto a la sobriedad y a la moderación.  La historia del ser humano es la historia del orgullo desmedido de los poderosos: los generales romanos victoriosos recibían a su entrada en Roma el regalo de una corona de laurel y un esclavo (servus publicus) que, ante los vítores del pueblo, les susurraba unos pasos más atrás: “memento mori” (recuerda que eres mortal).

 

Llegando a casa, Jesús les interroga: “¿Sobre qué discutían por el camino?”.  Ellos no responden.  Es el silencio de quienes se sienten culpables.  Habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.  Jesús es un buen pedagogo.  No interviene inmediatamente.  Espera el momento oportuno para combatir la ideología de la primacía en sus discípulos.  La mentalidad de la competencia y del prestigio, que caracterizaba a la sociedad del Imperio Romano, se estaba infiltrando en la pequeña comunidad naciente.  He aquí el contraste: el Mesías Siervo sufriente habla de dolor y resurrección, y ellos se enfrentan entre sí, respecto a quién es el más importante.  Jesús busca “bajar”, y ellos “subir”.  Él busca ser “ministro” que sirve en humildad, y ellos “maestros” mareados de soberbia.

 

En uno de los escritos de san Francisco de Asís, llamado “Saludo a las virtudes”, en forma de canto, el Pobre de Asís predica sobre las virtudes y los vicios. Llama “Reina” a la sabiduría, “Señoras” a la caridad y al desapego”, y “Hermanas” a la simplicidad, la humildad y la obediencia.  He aquí el texto: “Salve, reina sabiduría, el Señor te salve con tu hermana la santa pura simplicidad.  Señora santa pobreza, el Señor te salve con tu hermana la santa humildad.  Señora santa caridad, el Señor te salve con tu hermana la santa obediencia”.  Luego enseña que hay que se debe priorizar el servicio por sobre el mandar. “Tomando en sus brazos a un niño dijo: Si alguien quiere ser el primero, debe hacerse el último y el servidor de todos”. Escribía Charles de Foucauld en 1897: “Jesús ha ocupado con constancia y cuidado el último lugar.  Sólo puedo ocupar el penúltimo lugar, porque él siempre está en el último.  Quiere instruirnos que la estima de los hombres no son nada, no valen nada”.  Lo podemos complementar con el pensamiento del Pobre de Asís: “Soy tan sólo lo que soy ante Dios”.  La lógica de la pequeñez nos permite atravesar la puerta de la eternidad.  Lo expresaba así el escritor y filósofo español Miguel de Unamuno: “Agranda la puerta Padre porque no puedo pasar; la hiciste para los niños y he crecido a mi pesar.  Si no me agrandas la puerta, achícame por piedad; vuélveme a la edad bendita en que vivir es soñar”.

 

            La enfermedad de nuestro tiempo es la superioridad.  El escritor francés Honoré de Balzac señala que ésta es una de las muchas máscaras en las cuales se esconde el orgullo.  Encontramos a tantos inflamados de este vicio.  Lo expresa con meridiana claridad un dicho popular italiano: “chi si loda, s’imbroda” (quien se alaba a sí mismo se emborracha).

 

            Se miente. El poder lleva a exacerbar las mentiras, multiplicando el engaño. En las 120 comedias de Carlo Goldoni (1707-1793), el notable comediante veneciano, no podía faltar una titulada “El mentiroso” (1750), y es el protagonista Lelio quien formula el principio sacrosanto que dice: “Las mentiras son de tal modo fecundas, que una suele dar a luz cien”. Jesús no dudaba de definir a Satanás como “el mentiroso” y “padre de la mentira” (Jn 8,44).

 

            Hoy contemplamos con tristeza pero al mismo tiempo con esperanza el coraje de no pocos frente a una corrupción sistemática y estructural de los poderosos.  La desesperación más grave que pueda adueñarse de una sociedad, es la duda de que vivir honestamente sea inútil. El abismo de la corrupción es la inmoralidad y la amoralidad, es decir, cuando ya no se distingue entre bien y mal. Más aún, se considera más valiosa la deshonestidad, presentándola como el fruto de la astucia y de la inteligencia.  Corrupto, tiene su origen del latín cor ruptum, un corazón destruido e incapaz de latir correctamente. Se transforma en un síndrome espiritual grave.

 

            El inescrupuloso que sólo busca poder, pierde la vergüenza.  El filósofo moscovita Vladimir S. Solov’ëv, muerto en 1900 a tan sólo cuarenta y siete años, fue uno de los valientes adversarios de la pena de muerte en la Rusia zarista, llegando a pedir clemencia incluso para los asesinos del zar Alejandro II, motivo por el cual le sacaron la catedra universitaria.  Quien no haya leído nada de sus escritos, lo podría conocer indirectamente a través del retrato que de él hizo Dostoevskij en la figura de Aloscia, el personaje puro y místico de “Los hermanos Karamazov”.  Una de sus frases se aplica perfectamente a lo que estamos padeciendo hoy los argentinos en un tiempo de “sin vergüenzas”: “Mientras sienta vergüenza por el mal que he hecho, eso querrá decir que existo”.  Es la falta de vergüenza la que degrada la dignidad personal y es expresión de irracionalidad.  Los seres irracionales no se sonrojan: sólo lo hace la persona humana.  Y “las personas privadas de inhibiciones”, añadía otro filósofo alemán de origen judío, Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno, “no son ni las más amables y ni siquiera las más libres”.

 

            Nos están desintegrando como sociedad y como pueblo. El populismo tiene una gran debilidad, afirma Francisco en “Fratelli tutti” n.157, y es “que ignora la legitimidad de la noción de pueblo. El intento por hacer desaparecer del lenguaje esta categoría podría llevar a eliminar la misma palabra “democracia” —es decir: el “gobierno del pueblo”— Es muy difícil proyectar algo grande a largo plazo si no se logra que eso se convierta en un sueño colectivo. Todo esto se encuentra expresado en el sustantivo “pueblo” y en el adjetivo “popular”. Si no se incluyen —junto con una sólida crítica a la demagogia— se estaría renunciando a un aspecto fundamental de la realidad social. Y en el n. 159, observa que  “deriva en insano populismo cuando se convierte en la habilidad de alguien para cautivar en orden a instrumentalizar políticamente la cultura del pueblo, con cualquier signo ideológico, al servicio de su proyecto personal y de su perpetuación en el poder. Otras veces busca sumar popularidad exacerbando las inclinaciones más bajas y egoístas de algunos sectores de la población. Esto se agrava cuando se convierte, con formas groseras o sutiles, en un avasallamiento de las instituciones y de la legalidad”.

 

            Los poderosos deberían buscar unirnos en la diversidad y no dividirnos más. El poeta inglés Wystan H. Auden (1907-1973) tiene una expresión bella, que la primera vez que la leí me cautivó: “Cuando los hombres son verdaderamente hermanos, no cantan al unísono sino en armonía”.  Sólo las dictaduras aman el unísono, el perfecto paso de la oca y los slogans uniformes. El “Va’pensiero”, que es el coro del tercer acto de la ópera Nabucco, de Giuseppe Verdi, en fa sostenido mayor, de 1842, calificada como la obra maestra de Verdi y que canta la historia del exilio hebreo de Babilonia tras la pérdida del Primer Templo de Jerusalén, no es al unísono (aunque así parezca), porque tanto hombres como mujeres cantan en octava.  Sin embargo es armonía.  La letra dice algo que los argentinos con lamento y cierto sesgo de tristeza podemos decir hoy: “Oh mia patria sì bella y perduta. Oh membranza sì cara e fatal”. La diversidad generó miedos y tensiones en el pasado, pero también en nuestros días, en el discurso de algunos políticos, puede generar odio.  Pero lo cierto es que identidad y multiplicidad no deben ser realidades opuestas sino dialógicas. La incapacidad del político con frecuencia se casa con la arrogancia, que es la típica cualidad del ignorante.  Deberíamos recordar siempre la enseñanza de la civilización griega clásica, que veía en la política el arte de guiar, regir y corregir la polis, es decir, la “ciudad” común, ámbito de la convivencia, cuyo centro debería tener flameando los principios de la moralidad.

 

            Hoy que es la Colecta anual “Más por menos”, pidamos a Dios y a nuestros gobernantes: “Más Argentina y menos ambición desmedida de poder”.  Y recordemos lo de Nelson Mandela: “Que tus opciones reflejen tus esperanzas, no tus miedos”.

 

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