Pbro. Dr. José Manuel Fernández
Comienza hoy la Semana Santa en la cual viviremos el Triduo Pascual, centro de todo el año litúrgico. Las primeras lecturas de hoy constituyen la clave de lectura para poder comprender el relato de la Pasión según el evangelista Lucas. El tercer cántico del Siervo de Yahvé (cf. Is 50) nos presenta un Mesías perseguido y agredido, pero que acepta serenamente todo, pues cree en la cercanía de Dios Padre en todo el acontecimiento de dolor que se aproxima: “Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado” (Is 50, 5-7).
Acompañaremos a Jesús en su Pasión, haciendo el camino con él, a través de tres etapas. Con nuestro espíritu nos trasladaremos al Huerto de los Olivos, luego al Pretorio de Pilatos, y finalmente al Calvario. Escuchemos el inicio del relato de la agonía en el Getsemaní: “Jesús salió y fue al monte de los Olivos, seguido de sus discípulos. Cuando llegaron les dijo: “Oren para no caer en la tentación”. Después se alejó de ellos y puesto de rodillas oraba: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo” (Lc 22, 39-44). La palabra Getsemaní se ha convertido en el símbolo de todo dolor moral. Jesús no ha sufrido aún ningún tormento físico y sin embargo suda sangre. Su dolor está todo dentro, en su corazón. Es presa de una “angustia mortal”, o como sugiere el término empleado por Marcos, “un terror solitario”. Solo, delante a la perspectiva de un dolor que tiene una causa más profunda. No ha cometido ningún mal, pero lo ha asumido libremente: “El llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que muertos al pecado, vivamos para la justicia. Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados” (1 Pe 2,24). Jesús es el hombre que “no conoció el pecado, pero Dios lo identificó con el pecado a favor nuestro, a fin de que nosotros seamos justificados por él” (2 Cor 5,21).
Jesús sudó sangre cuando su corazón estaba abatido. Dios toma en serio el dolor del corazón. El evangelio nos recuerda que este sufrimiento interior ha sido asumido y santificado, junto al dolor de todo hombre frente a la muerte. Los mártires también han sublimado el sufrimiento porque han podido contar con el ejemplo de Jesús. Por eso es que podían decir: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4,13). Una mártir prominente llamada Perpetua fue asesinada en el norte de África alrededor del año 200. Fue arrestada mientras estaba por dar a luz a un niño. En los dolores del parto gritaba y se lamentaba. Los guardias le decían: “Si no puedes resistir a estos dolores, ¿qué harás cuando te encuentres bajo nuestros tormentos?”. La joven mujer respondió: “Ahora soy yo quien sufre, pero luego será otro quien sufrirá por mí”. Una enseñanza más debemos rescatar de Jesús en el Getsemaní: “En medio de la angustia, él oraba más intensamente”. ¡Rezar en la prueba! Ése es nuestro recurso y el medio a través del cual la fuerza y el coraje de Jesús se transmite a nosotros.
Trasladémonos ahora al Pretorio de Pilatos, donde Jesús será procesado, condenado, coronado de espinas y flagelado. El flagelo era un corto bastón con tiras de cuero en cuyas extremidades se encontraban como balas de plomo o de puntas afiladas. Fue el momento del más atroz sufrimiento físico de Jesús. Muchos morían bajo esos golpes que destrozaban el cuerpo. Si en el Getsemaní, Jesús ha consumado su pasión moral, ahora aquí ha consumado el máximo dolor físico. Él también está cerca del que sufre en el cuerpo. Quien se encuentra en medio del sufrimiento debe estar seguro de ser comprendido, aún cuando le parezca que no puede seguir adelante y grite a Dios: “¿Porqué, porqué, porqué?”.
Vayamos por último al Gólgota para la última estación del Vía Crucis. Allí, en el primer viernes santo de la historia, el Hijo de Dios murió pronunciando sus últimas siete palabras acompañado de su Madre. Sabemos que María estaba “junto a la Cruz”, pero nos interesa saber “cómo” estaba. Sin duda que estaba de pie y con el corazón sin espacio para la desesperación. Al pie de la cruz ella está como “Madre de la esperanza”: un puerto seguro para quienes creen zozobrar en medio de las pruebas de la vida. Con el himno más bello a la Dolorosa; el “Stabat Mater”, oremos así: “Santa Madre, haz que las llagas del Señor sean impresas en nuestro corazón”, para así nunca sucumbir a la oscuridad de la tristeza.