No hay figura bíblica que haya sido tan maltratada y menospreciada como María Magdalena. La tradición que ha llegado hasta nosotros ha hecho de ella una prostituta redimida, ícono de la eterna penitente. La tergiversación exegética de la cual ha sido víctima Myriam de Magdala se ha propagado en el espacio y en el tiempo, cómplice de una visión parcial de la mujer, una superposición indebida entre ella y la mujer de la unción, o peor aún, entre ella y la pecadora del evangelio de Lucas. A ello se añade una interpretación arbitraria de la liberación de los demonios obrada por Jesús en ella, y se ha leído como la conversión de una vida desordenada sobre el plano sexual a una vida de penitente que nunca pareciera lograr descontar sus culpas.
Esto ha sucedido porque la página evangélica de Lucas que precede la descripción de la irrupción de un grupo de mujeres que sigue a Jesús en el discipulado (cf. Lc 8,1-3) y donde aparece en primer lugar, la Magdalena, se presenta a una pecadora anónima que se encuentra con Jesús en la casa de Simón el fariseo (Lc 7,36-50). La cercanía textual entre estas dos mujeres ha creado la indebida identificación, que se ha dado desde hace siglos: Magdalena=pecadora / pecadora=prostituta / Magdalena=prostituta:
“Jesús recorría las ciudades y los pueblos predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes” (Lc 8,1-3).
La noticia de que algunas mujeres acompañaban a Jesús en su misión itinerante es brevísima. Probablemente la fuente a la cual acudió Lucas no le permitió obtener mayor información. Pero es una noticia de gran importancia, también porque el evangelista no ha olvidado algunas precisiones significativas. Son mujeres que, como los doce, están “con” Jesús y lo sirven (diakonein). Estar con Jesús y servirlo son dos notas del verdadero discípulo. De sólo de tres de ellas se presenta el nombre, y propiamente de aquellas que habían sido curadas “de malos espíritus y enfermedades”. No es ésta una nota a favor de ellas. Según la costumbre de la época, son mujeres que tienen en sus espaldas un pasado no privado de impureza. Mujeres a las que había que evitar por un doble motivo: porque son mujeres y porque son impuras. Totalmente libre de la mentalidad dominante, Jesús las cura, las libera y las acepta en us séquito. En la época de Jesús, la situación de la mujer era de neta inferioridad. Ellas no eran admitidas al estudio de la Sagrada Escritura. No sin ironía un rabino del s.I escribía: “Antes que confiar las Escrituras a una mujer, es mejor, quemarlas a esas Escrituras”. Como los esclavos y los niños, las mujeres no estaban obligadas a recitar la oración de la mañana, ni la oración sobre los alimentos. En las sinagogas ellas no podían leer ni asumir ninguna función directiva. En la topografía del templo el sector de las mujeres estaba separado por cinco escalones del patio de los varones. Los rabinos no se detenían nunca a hablar con una mujer en público. En familia se festejaba el nacimiento de un hombre, no de una mujer. Es en este contexto en el que Jesús no duda recibir entre sus seguidores, a un grupo de mujeres. Un gesto que asume un claro significado de ruptura y de liberación. María Magdalena representa al Israel convertido y a la Iglesia, liberada de siete demonios. Por eso la tradición ha identificado a la Magdalena que sigue a Jesús, con la prostituta del relato precedente. El denominador común de estas mujeres es la experiencia de la curación de parte del Señor Jesús: tienen la experiencia del don y del perdón, y por tanto, del mayor amor. Por eso aman más, porque se han sentido más amadas. “Servían a Jesús”. Este amor que responde sirviendo a quien las amó primero, es el motivo para estar con Jesús y servirlo. Como el egoismo se muestra sirviéndose de los otros, el amor se muestra sirviendo al otro, liberándolo de sus necesidades. Este amor, más que de palabras, es de hechos (ver la mujer de Lc 7,36-50). El servicio de ellas se extenderá hasta el pie de la cruz y delante del sepulcro. Un evangelio apócrifo, el de santo Tomás, dice que el hombre que no llega a tener los gestos de la mujer, no entrará en el Reino de los cielos.
La confusión con la pecadora
“Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!» Pero Jesús le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». «Di, Maestro!, respondió él.«Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos amará más?». Simón contestó: «Pienso que aquel a quien perdonó más». Jesús le dijo: «Has juzgado bien». Y volviéndose hacia la mujer, dijo de Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor». Después dijo a la mujer: «Tus pecados te son perdonados». Los invitados pensaron: «¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?». Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz» (Lc 7,36-50).
A la anotación de un pasado de desorden sexual se ha unido la idea de que porque tenía una relación especial de discípula con Jesús, poseía una relación sentimental con él, que ha hecho que muchos vean en ella la amante del Señor, distorsionando completamente la identidad divino–humana de Cristo, el valor de su celibato, la calidad de sus relaciones. Una semejante interpretación de su figura es un daño gravísimo porque tiende a reforzar la visión reductiva de la mujer como objeto de deseo y a debilitar la realidad de la mujer que vive el discipulado en plenitud y es enviada a anunciar la Palabra, que representa una de las novedades que surge de la Pascua de Cristo.
De Memoria a Fiesta litúrgica
De modo providencial el Papa Francisco ha querido mover las aguas cumpliendo un gesto significativo respecto a Myriam de Magdala: elevando la categoría litúrgica de su celebración en la Iglesia. De memoria obligatoria pasó a ser fiesta, como es la que correponde a los Apóstoles, tal como se especifica en el Decreto de la Congregación para el Culto Divino del 3 de junio de 2016.
Myriam de Magdala es testis divinae misericordiae, como la ha definido san Gregorio Magno, pero no porque haya sido rescatada de un pasado escabroso en el plano sexual (nunca los evangelios dicen nada de eso). Ella tuvo el honor de haber sido la primera en escuchar a verdad de la Resurrección. Cristo tiene una especial consideración y misericordia por esta mujer que manifiesta su amor hacia él, buscando en el jardín con angustia y sufrimiento, con lacrimas humilitatis, como dice San Anselmo. Es propiamente en el jardín de la resurrección donde el Señor le dice a María Magdalena: “Noli me tangere”. Es una invitación dirigida no sólo a María sino a toda la Iglesia, para entrar en una experiencia de fe que supera toda apropiación materialista y comprensión humana del misterio divino. ¡Tiene una finalidad eclesial! Es una buena lección para cada discípulo de Jesús: no buscar seguridades humanas y títulos mundanos, sino la fe en Cristo Vivo y Resucitado.
Porque fue testigo ocular de Cristo Resucitado, fue también por otra parte, la primera que da testimonio ante los apóstoles. Cumple el mandato del Resucitado: “Ve y dile a mis hermanos…María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor…” (Jn 20,17-18). En tal modo, ella se convierte en evangelista, es decir, mensajera que anuncia la buena noticia de la resurrección del Señor; o como decían Rabano Mauro, filósofo y teólogo alemán (780-856) y santo Tomás de Aquino apostolorum apostola, ya que anuncia a los apóstoles lo que ellos anunciarán luego a todo el mundo.
En la Iglesia antigua
El culto más antiguo hacia la Magdalena, se remonta a fines del s. IV, se cumplirá en los ritos de la Iglesia Oriental en el segundo domingo de Pascua, llamada de las mirofore. En aquel día se conmemoraba a las mujeres que, el día después de la crucifixión y la muerte de Jesús, fueron al sepulcro con los unguentos para embalsamarlo. Entre las mirofore, la figura más importante era la de la Magdalena, la única a ser citada siempre en los cuatro evangelios canonicos. El primer centro de veneración de la Magdalena fue Efeso, donde según la tradición, habría llegado junto a María la Madre de Jesús y del apóstol san Juan y donde se decía que estaría su tumba. El culto de la Magdalena pasó luego a Constantinopla, donde en el s. IX habría sido transportado el cuerpo, junto al de Lázaro. El culto de la santa se difundió luego en la Iglesia Occidental, sobre todo desde el s. XI.
En Occidente, la difusión de su culto se extendió gracias a la Orden de los Predicadores, según el testimonio de Humberto de Romans, un fraile dominico francés (1200-1277) que fue Maestro general de su Orden, y que dice: “La Magdalena se dio a la penitencia, y fue hecha grande por la gracia del Señor, que luego de la Beata Virgen María no se encuentra otra mujer igual en el mundo y a la que no se rinde mayor reverencia y gloria en el cielo”. Los dominicos la consideran como una de sus patronas. La leyenda occidental que, en grandes líneas se encuentra en la Leyenda aurea (una colección medieval de biografías hagiográficas) relata que después de la muerte y la resurrección de Cristo, a causa de las persecuciones, María Magdalena, Lázaro y Marta, vendieron sus bienes dando todo a los pobres. Fueron lanzados en en el mar durante una tempestad, sobre una barca sin velas y sin remos, para que murieran. Pero la embarcación no naufragó, sino que llegó hasta el puerto de Marsella. Inicia allí la vida apostólica en la Provence, predicando y viviendo pobremente, siendo sepultada luego en la basílica de St-Maximin.
Mujer agradecida
Ella es la mujer agradecida que reconoce en el Maestro la fuente de su vida y lo sigue por todas partes, hasta la Cruz y el sepulcro. Quien ha experimentado la muerte, ha sido liberada de ella, y no le teme más. Por eso Myriam es la mujer de la aurora que desafía las tinieblas para acercarse al sepulcro, y allí en el lugar del mal olor de la muerte, descubre las fragancias, no de una vida cualquiera, sino de una vida en abundancia que no tendrá fin. El Viviente Resucitado le pide que ese encuentro de ella con él se haga anuncio, comunicación, transmisión, fuego que reavive otro fuego . Nace la diaconía de la relacionalidad que cura las heridas de la soledad, de la incomunicación, de la división, y que representa:
“el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares que suelen ser más propias de las mujeres que de los varones. Por ejemplo, la especial atención femenina hacia los otros, que se expresa de un modo particular, aunque no exclusivo, en la maternidad. Reconozco con gusto cómo muchas mujeres comparten responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al acompañamiento de personas, de familias o de grupos y brindan nuevos aportes a la reflexión teológica. Pero todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque «el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral» y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 103).
Liberada de siete demonios
Myriam proviene de Magdala, una pequeña población sobre la costa occidental del lago Tiberíades, que en ese tiempo era un centro ictícola, tanto es así que en griego se la llamaba Tarichea, es decir: “pez salado”. De esta localidad, María surge de improviso en el evangelio (Lc 8,1-3). El retrato es presentado con una sola pincelada: María Magdalena, de la que habían salido siete demonios. El demonio en el lenguaje evangélico no es sólo raíz de un mal moral, sino también físico que puede invadir a una persona. El siete es el número simbólico de la plenitud. No podemos saber mucho sobre el mal grave, moral, psíquico o físico que golpeaba a María y que Jesús los había eliminado. La tradición popular en los siglos sucesivos la ha considerado una prostituta por esa extrapolación referida a una mujer pecadora conocida en aquella (innominada) ciudad. La aplicación era fácil pero infundada.
Aunque esto pueda desilusionar a muchos, debemos afirmar rotundamente que María Magdalena no ejercía la profesión más antigua del mundo. Se equivoca también José Saramago, escritor portugés, Premio Nobel de Literatura 1998, en su obra titulada “El evangelio según Jesucristo”, cuando la presenta como una prostituta y compañera de vida de Jesús. Giovanni Testori, historiador del arte y crítico literario, tiene una obra dedicada a la iconografía donde se descubre a María Magdalena en la historia del arte. La iconografía “clásica” y la pintura la presentan como una prostituta.
María Magdalena no es la hermana de Lázaro
A este equívoco sucede otro: el de Jn 12, donde María, hermana de Marta y de Lázaro, amigos de Jesús, cumple el mismo gesto, que además era gesto de hospitalidad y de exaltación del huésped, de la anónima pecadora de Lucas. En efecto, durante el almuerzo ‘baña los pies de Jesús con una libra de perfume de nardo puro precioso, y los seca con sus cabellos”. Así en la tradición cristiana, María Magdalena se ha transformado en María de Betania. Entre tanto, María Magdalena había efectivamente llegado a Jerusalén en la sequela Christi para vivir con él y sus discípulos sus últimas trágicas horas. Todos los evangelistas son concordes en señalar su presencia en el momento de la crucifixión y en la sepultura de Cristo. Es junto a aquella tumba a la luz todavía pálida del alba de la Pascua que el evangelio de Jn (20,11-18) ambienta el célebre encuentro entre Cristo y María Magdalena. Como es sabido, María confunde a Cristo con el custodio del área del cementerio. Ahora, la ceguera es típica de algunas apariciones del Resucitado: pensemos en los discípulos de Emaús que caminan por horas junto a Jesús sin reconocerlo (Lc 24,13-35). El significado es naturalmente teológico: siendo todavía Jesús de Nazareth, el Cristo glorioso traspasa las coordenadas humanas, históricas y físicas. Para poder “reconocerlo” es necesario ponerse sobre un canal de conocimiento trascendente, que es el de la fe. Es por eso que, sólo cuando se siente llamada por el nombre propio para un diálogo personal, María lo “reconoce” llamándolo en arameo “Rabbuní”, “mi Maestro”. Pero hay otros equívocos respecto a la Magdalena.
Mujer de la aurora
“El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos. Los discípulos regresaron entonces a su casa. María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?». María respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo». Jesús le dijo: «¡María!». Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: «¡Raboní!», es decir «¡Maestro!». Jesús le dijo: «No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: «Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes». María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras” (Jn 20,1-18).
“Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Es el grito de María Magdalena, que busca y no encuentra. Muerto por manos enemigas y sepultado por manos amigas, su Maestro está ahora ausente del sepulcro. Nos encontramos en el primer día después del sábado. José de Arimatea y Nicodemo han respondido amando al Amor: han preparado el domingo de Pascua, sepultando el cuerpo de Jesús el viernes santo. Ahora nos encontramos en el primer día de la semana, que se ha convertido en el día del Señor: el domingo. La gran sorpresa de la mañana de la nueva Pascua, es el sepulcro vacío. ¿Cómo es que el Señor no está donde había sido puesto para siempre? Es una ausencia indebida, más angustiante que la misma muerte, que destruye la única certeza indudable. En efecto, nacemos e ignoramos cuánto tiempo viviremos y cuándo moriremos. Pero de lo que estamos seguros es que un día volveremos a la tierra de la cual hemos salido. El sepulcro es el lugar del encuentro universal, y en griego se expresa a través del término mnemeion, que significa “recuerdo”. Es lo que siempre deberíamos recordar, ya que allí, todos los hombres y mujeres son reunidos, víctimas de la muerte, pero sin olvidar el sentido de trascendencia que Dios ha sembrado en el corazón humano. María se encuentra con el sepulcro vacío y el deseo. No puede abandonar ese lugar donde Jesús, en el extremo de su amor ha llegado. Aquí termina la búsqueda y comienza la espera llena de esperanza. Ante el sepulcro vacío ya no hay nada más que buscar, sólo cabe esperar. Esta mujer llora. Antonio Vieira, jesuita, escritor y orador portugués y uno de los personajes más influyentes del s. XVII, misionero en Brasil, exclama: “Admirable creatura son los ojos”, y continúa diciendo: “Todos los sentidos del hombre tienen una función; pero sólo los ojos tienen dos. El oído oye, el gusto gusta, el tacto toca; los ojos tienen dos misiones: ver y llorar”. Las lágrimas que descienden de los ojos y bañan el rostro, son un rasgo personal, como el mirar, el moverse, el amar. Son un mapa de la intimidad de la persona. Y el filósofo Emil Cioran ha dicho que las lágrimas son “lo que le permiten a una persona ser santa, después de haber sido hombre”. Las lágrimas “describen una historia”, afirma el filósofo francés Roland Barthes (1915-1980).
Lo había dicho Jesús: “llorarán y gemirán. Ustedes se entristecerán, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16,20), porque “los veré de nuevo, se alegrará vuestro corazón y la alegría que tendrán, nadie se las podrá quitar” (Jn 16,22-23). Las lágrimas son las aguas natalicias, de las cuales surge el amado. Hay realidades que solo las ven los ojos que han llorado. Las lágrimas de María, como las de Jesús (cf. Jn 11,35), riegan la tierra y hacen surgir el amado. El amor muere donde no es correspondido y nace donde es amado.
Una mujer enferma de amor
Los ángeles le preguntan por qué llora. La misma pregunta le hará Jesús a María (v.15). María llora porque está enferma de amor: “Reconfórtenme, reanímenme, porque estoy enferma de amor”; “Júrenme, hijas de Jerusalén, que si encuentran a mi amado, le dirán…¿qué le dirán? Que estoy enferma de amor” (Ct 2,5; 5,8). Su dilecto ha desparecido: “Yo misma le abrí a mi amado, pero él ya había desaparecido. ¡El alma se me fue detrás de él! ¡Lo busqué y no lo encontré, lo llamé y no me respondió!” (Ct 5,6). La herida de amor sólo será curada con la presencia del amado.
“María se dio vuelta y vio a Jesús que estaba allí, pero no lo reconoció” (20,14). Debe mirar en el lado opuesto a la muerte para encontrar a Jesús. No debe mirar ya al sepulcro si es que quiere encontrar al Señor de la Vida”. “Miren hacia él y quedarán resplandecientes” (Sal 34,6). El Señor siempre está a nuestras espaldas porque no cesa de buscarnos. Todos los relatos de apariciones del Resucitado son narraciones de “reconocimiento”. La iluminación no es ver a otro más allá de lo que es, sino tener ojos y corazón nuevos para ver al Otro que está siempre ahí en búsqueda. La llamó por su nombre: ¡Mariam! Escuchó, y la escucha es una forma de hospitalidad de la que todos tenemos necesidad. Sin la escucha, la palabra es distancia en el pasado. Es la escucha la que nos brinda el sabor de la presencia en el presente. Sin la escucha no hay fe; tan sólo buenas intenciones. Los ojos le han velado la visión, no le han permitido reconocerlo. Pero la voz no engaña. Aquel timbre, aquel tono, el nombre pronunciado como una certeza hacen que se dispare la chispa del “reconocimiento”. En una relación de amor, no sólo desempeña una función reveladora el rostro, sino también la voz. Es posible hablar de “sacramento de la voz”. La voz establece el contacto, posibilita el encuentro, celebra la relación.
El evangelista Juan nos transmite que la primera criatura en reconocer los signos del Resucitado, ha sido una mujer plena de sensibilidad, afecto y ternura. Una mujer colmada del deseo de ir más allá de la muerte y de la finitud humana. El Resucitado corrige las búsquedas equivocadas, confusas e inciertas, revelando su amor y llamándonos por nombre. Si hasta ahora es llamada María, ahora Jesús la llama en arameo. El nombre indica intimidad, corazón. Su nombre es dicho por una voz familiar e inconfundible: “¡La voz de mi amado! Ahí viene saltando por las montañas, brincando por las colinas. Mi amado es como una gacela, como un ciervo joven…Habla mi amado, y me dice: ¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía” (Ct 2,8-10). En la voz del Señor que nos llama por el nombre descubrimos quienes somos nosotros para él: “No temas, porque yo te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú me perteneces…tú eres de gran precio a mis ojos, porque eres valioso y yo te amo” (Is 43,1. 4). Llamar simplemente por el nombre, sin añadir nada más, significa decir: “Tú eres para mí y yo soy para ti”. No lo llama “Jesús” sino “Raboní”, nombre que nos se da sólo al maestro sino también al esposo. María es discípula y esposa. Aprendió la “ciencia del amor” y ahora sólo está llamada a amar. El Señor obró en los ojos de María y de los discípulos, aquello que se había producido en los ojos del corazón de ellos (San Gregorio Magno). María, como los discípulos, sintetiza su experiencia diciendo: “He visto al Señor”. El testimonio de un encuentro es lo que engendra la fe. Podemos preguntarnos: ¿Por qué la eligió el Señor para ser la primera que anunciara la Resurrección? Porque sólo quien ama puede anunciar sin complejos. Cuenta la persona, no su boca. Dar testimonio no quiere decir simplemente hablar. Un sepulcro está necesitado de palabras, pero una presencia viva se advierte en los latidos del corazón y en la luminosidad del rostro. Y en el momento de la Pascua ella demostraba que tenía un corazón humilde pero rebosante que se anticipaba a los pasos y, desde luego, a las palabras. La liturgia bizantina ha honrado a la Magdalena y a las piadosas mujeres que anunciaron la Resurrección, dedicándoles un domingo del año litúrgico, el segundo después de Pascua, que toma el nombre de «domingo de las Miróforas», esto es, de las portadoras de aromas. Anunciar la Resurrección es esparcir un nuevo aroma: el de la vida.
La muerte: de límite a comunión
La Magdalena, como los discípulos, ignora que el seno de la tierra ha acogido al Esposo. El Crucificado, Señor de la gloria, ha hecho su ingreso en el reino de la muerte. El sepulcro vacío es el presupuesto de la fe cristiana, que subraya como destino del hombre, no la muerte sino la resurrección. “Si Cristo no ha resucitado, entonces vana es nuestra predicación y vacía nuestra fe” (1 Cor 15,14). Quien niega la resurrección de los muertos, niega también la del Hijo. “Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los hombres más dignos de lástima” (1 Cor 15,19). El amor y respeto por el Santo Sepulcro es una clara intuición del gran misterio. Dios, amante de la vida, no desprecia nada de lo que ha hecho (cf. Sab 11,26): todo lo ha creado para la existencia. El hombre, ser corpóreo, se encuentra delimitado por el tiempo y el espacio: ocupa cierto lugar por un determinado número de días. Pero el límite de su espacio no debe convertirse en un lugar de lucha, sino de alianza con los otros. El límite de su tiempo no es el final de todo, sino la comunión con su principio. Es la interpretación más bella y razonable de la vida y de la muerte.
Nos encontramos luego con la carrera de los dos discípulos. Pedro y Juan, el anciano y el joven, la Cabeza de la Iglesia y el discípulo del amor. ¿Por qué corren los dos apóstoles? ¿Por qué Juan, el amado, corre más rápido que Pedro y luego, llegando al sepulcro, se detiene y espera al otro? La respuesta está en el amor hacia Jesús. Es el amor de quien busca con deseo, y por eso con el ardor y la prontitud de quien tiende al encuentro con el Amado, pero también con el respeto de quien quiere dejarse encontrar por el Amado Resucitado, casi esperándolo en el umbral del encuentro. Juan, que representa al amor, nos revela que el amor siempre llega antes. Él mira y ve las vendas en el suelo. Estaban plegadas como se preparaba el tálamo. Y esto es importante, porque cuando Cristo fue sepultado, José de Arimatea tomó una cantidad enorme de mirra y áloe – 100 libras, equivalente a 30 o 40 kg, esencia que no era usada para un muerto, sino para perfumar la vestimenta del esposo el día de la boda (cf. Pr 7,17, Ct 3,6). José de Arimatea con esta cantidad exagerada hace ver el cumplimiento del amor, de las bodas del Esposo. Las vendas eran telas, que en el caso de Lázaro eran nombradas en el evangelio: keriais (Jn 11,44), mientras que aquí se habla de otonía, que son propiamente las sábanas matrimoniales, que tienen 4 mts de largo. Con este lienzo es envuelto Cristo, atado con tres cintas: en los pies, en la cintura y el cuello. Como el cuerpo de Jesús ya no está, es como si se hubiera preparado el lecho. Por eso es curioso, teniendo en cuenta lo afirmado por el Cantar de los Cantares, María Magdalena, Juan el amigo, todo crea un clima de amor absoluto. Y porque ama, Juan llega antes, mira dentro, ve el tálamo nupcial y espera a Pedro. La muerte es el ámbito en el que se consuma y engendra la vida.
La carrera de los dos apóstoles nos enseña a desear siempre con renovado ardor el Rostro del Señor, animando la continua búsqueda y alimentando la sed del alma herida de amor. Pero el correr de los dos y el detenerse del más joven nos enseñan a respetar los tiempos de Dios, a dejar que sea Él quien nos acoja, nos hable al corazón, cuando y como Él quiera. Ninguna duda es tolerable en los caminos de Dios: ¡el amor exige que corramos a su encuentro! Pero esta carrera no deberá nunca forzar las etapas de la cita; aquellas que el Amado establece para nosotros. Entre deseo y espera, impaciencia y humilde detenimiento en el camino del encuentro, la historia de cada vida está formada por impulsos y esperas, fruto del mismo y único amor, que sabe correr y detenerse.
A lo largo de todo el relato del evangelio se puede observar que quienes van al sepulcro pasan de un simple “mirar” (en griego “blépo”) a un “contemplar” (“theoréo”) hasta llegar a “ver” (“oráo”) que es lo propio de la fe. El día de la Resurrección se da una verdadera educación de los sentidos. Del “mirar” se pasa al “contemplar” y de éste al “ver”. Desde los ojos hasta el corazón. El Crucificado-Resucitado sólo es visto por quien “contempla” con fe y “ve” con amor, pues sólo el amor tiene ojos para ver la verdad. Se puede mirar sin ver, pero sólo quien ama llega a ver. Es que el amor siempre tiene ojos nuevos. María Magdalena, al principio corre desesperada porque no ha comprendido que el Amor vence a la muerte. Luego contempla esperanzada, porque el sepulcro vacío le muestra a la infidelidad de Pedro la fidelidad de su Señor. Todos entraremos un día en un sepulcro. Pero en él no encontraremos más el dominio de la muerte, sino la comunión plena con el Señor de la Vida. Desde hoy la muerte ya no es más muerte: nuestro límite se convierte en comunión con aquel que es Amor absoluto y Peregrino resucitado. Una aforisma medieval dice que: “los sabios caminan, los justos corren y quien ama vuela”. Lo complementamos con lo que destaca Tomás de Kempis en la “Imitación de Cristo”: “Quien ama corre, quien ama vuela. Quien ama vive alegre. Está libre y nada lo entorpece. A quien ama nada le pesa, nada le cuesta. Emprende más de lo que puede. El amor está siempre como atento, vigilante e incluso no duerme. Sólo quien ama puede comprender la voz del Amor”.
La Magdalena en los escritos apócrifos
Salimos de los evangelios canónicos y entramos en el mundo de los escritos apócrifos gnósticos, surgidos en la cristiandad de Egipto en el s. III. Es decir, son escritos que no fueron aceptados en el canon de la Sagrada Escritura. En algunos de estos escritos María Magdalena es identificada con María, la madre de Jesús! Identificación nobilísima, pero que todavía una voz impedía a esta mujer de conservar su identidad personal. Más aún, la transfiguración llegará en aquellos escritos a tal altura para desanudar la figura de María Magdalena hasta considerarla como un símbolo: el de la Sabiduría por excelencia. Este resultado es paradojalmente a través de una imagen sobre la que, la lectura posterior con malicia abordará alusiones voluptuosas y eróticas. Se lee, en efecto, en el evangelio apócrifo de Felipe, descubierto en 1945 en Nag Hammadi, en Egipto: “El Señor amaba a María Magdalena más que a todos los otros discípulos y con frecuencia la besaba en la boca. Los otros discípulos, viéndolo a Jesús con María Magdalena, le preguntaron: ¿Porqué la amas más que a todos nosotros? Para quien está inadvertido de la simbólica bíblica (la Sabiduría sale de la boca del Altísimo, según el Antiguo Testamento) tal vez por ignorancia quiera crear sospechas sobre la Magdalena y Jesús, fantaseando una relación sexual entre los dos. En realidad, en todos los escritos gnósticos cristianos, la Magdalena es el ejemplo de conocimiento pleno de los misterios divinos. En otro texto gnóstico, el tratado “Pistis Sophia”, donde aparece por 77 veces, la Magdalena es el emblema de la humanidad redimida de tipo andrógino (otra deformación) porque según san Pablo, “ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28). Pero la función de signo de la Sabiduría divina será explícita en esta bienaventuranza puesta en boca de Jesús por un autor gnóstico: “Feliz de ti, María, te haré perfectsa en todos los misterios de lo alto. Habla abiertamente tú, cuyo corazón está dirigido al Reino de los cielos más que todos tus hermanos” (17,2). Una santa víctima de equívocos; por lo tanto suspendida entre dos extremos: carnalmente rebajada a prostituta o amante, y espiritualmente elevada a Sabiduría transfigurada. Por fortuna, el único que a llamó por nombre, María, y la reconoce confirmándola como su discípula, fue Jesús de Nazareth en aquella alba de Pascua.
En el Código Da Vinci
La novela presenta a María Magdalena como esposa de Jesús. Su vientre es el “Santo Grial”, es decir el receptáculo de la sangre (= descendencia) de Jesús. Indica el autor que Jesús encomendó su Iglesia a María Magdalena, y que en ella se vivía la religión de “la diosa”, es decir, el culto de lo femenino como Dios. Esto también lo describen los “evangelios apócrifos”. Pero la fracción de Pedro (de tendencia machista) triunfó y eliminó a María Magdalena de la escena, ensombreciendo su figura e instaurando un culto machista. Esta es la parte más llamativa de la novela, y lo que suscita cierta curiosidad morbosa en unos y escándalo en otros. Pero no es sino otra de las mentiras de El Código Da Vinci. Se trata de un tema ya conocido, propuesto en la película Jesucristo Superstar, donde se ve a Magdalena enamorada de Jesús, y en la novela La última tentación de Cristo de Nikos Kazantzakis, obra por la que su autor fue excomulgado. Más aún, la idea de que el Grial es el vientre de María Magdalena, ha sido plagiada por Dan Brown de la obra de Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln, El enigma sagrado (1981; ed. española 1997), libro calificado de especulación ridícula, sin sustento científico. Los “evangelios apócrifos” jamás dicen que Jesús encomendó a María Magdalena a su Iglesia y la religión del culto femenino, por la sencilla razón de que los gnósticos tenían una visión descaradamente machista y denigratoria de la mujer. Para los gnósticos, “toda mujer que se convierta en varón podrá entrar en el Reino de los Cielos” (Evangelio gnóstico de Tomás). Por otra parte, la Iglesia nunca ocultó la figura de María Magdalena. En los Evangelios canónicos aparece como la primera en ver a Jesús resucitado, y la Iglesia, lejos de denigrarla o enterrarla en el olvido, la ha proclamado santa y le da un culto de veneración. Decir que ha sido esposa de Jesús es de una ridiculez y de una grosería inaceptables.
El cardenal Pierre de Bérulle (1575-1629), escritor francés elaboró una figura de la Magdalena centrada en su espiritualidad. Esta mujer no fue una prostituta, sino simplemente una Santa calumniada.
Dice un himno: “Al levantarse la aurora. Con la luz pascual de Cristo. La Iglesia madrugadora, te pregunta: ¿A quien has visto? ¿Porqué lloras en el huerto? ¿A quién buscas? A mi amado. Buscando al que estaba muerto, lo enconré resucitado. M equedé sola buscando, alas me daba el amor, y, cuando estaba llorando, vino a mi encuentro el Señor. Vi a Jesús resucitado, creí que era el jardinero; por mi nombre me ha llamado, no le conocí primero. Él me libró del demonio, yo le segí hasta la cruz, y dí el primer testimonio de la Pascua de Jesús. Haznos santa Magdalena, audaces en el amor, irradiar la luz serena de la Pascua del Señor”.