Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas». «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro respondió: «Tú eres el Mesías.» Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta, lo reprendió, diciendo: ¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mc 8,27-35).
El evangelio de Marcos nos presenta su mensaje a través de dieciséis capítulos. El texto de hoy es el final del capítulo octavo. Es decir, que nos encontramos en el centro del escrito del evangelista. Hasta ahora Marcos no ha hecho sino mostrar milagros y signos que han hecho de Jesús una especie de héroe popular, aplaudido por la gente, seguido por las masas, entusiastamente adorado por sus discípulos. Todo ha sido triunfo, fama, alabanzas. Los discípulos han participado de esa popularidad y prestigio de Jesús, y a su vez han sido mirados con asombro por todos. Es posible que a más de uno de ellos se le haya subido “el humo a la cabeza”, por pertenecer al círculo de íntimos del divino Maestro, pensando que el futuro, al lado de Jesús, se muestra fácil o promisorio. Pero él, los separa de toda esa gente que los sigue y los aplaude. Se ha distanciado de Jerusalén y dirigido bien al norte, a Cesarea de Filipo, antigua ciudad pagana, en donde apenas se encuentran ya judíos. Es el lugar más alejado de Israel que se sepa Cristo haya visitado. Allí interroga a los suyos sobre lo que piensan, sobre lo que ha pasado, sobre el futuro. Los invita a hacer una especie de retiro y de balance. “Por el camino preguntó”: una acción prolongada, continuada. Jesús no es la respuesta. Él es la pregunta. No el punto de llegada, sino la fuerza que hace navegar en la vida. Desmontar las carpas al atardecer. Les pregunta: “¿Qué piensa la gente sobre mí?”. No una simple encuesta para medir su popularidad. Él quiere saber si su mensaje ha llegado al corazón. Las respuestas son pertinentes, lo que podríamos llamar hoy la “opinión pública”. Pero se ha dado cuenta que no todo ha funcionado en la comunicación. La respuesta de la gente puede parecer gratificante, pero revela en cambio una percepción deformada de Jesús. Para algunos era un maestro moralizante de costumbres. Dicen que es Juan el Bautista, resucitado después que fue decapitado por capricho de una joven, el odio de una mujer adúltera y la debilidad de un soberano como Herodes (cf. Mc 6,14). Otros dicen que es Elías, el gran profeta que según la tradición de la Sagrada Escritura hebrea no habría muerto, sino que habría ascendido al cielo en un carro de fuego (cf. 2 Re 2,11) y que tiene una fuerza que destruya a los ídolos y falsos profetas . Se esperaba su regreso como precursor escatológico de la venida del Mesías. No falta quien señala que Jesús es “uno de los profetas”, recordando que la carencia de grandes figuras proféticas se vivía con gran dolor en la época de Jesús. Todas estas versiones forman parte de la “opinión”. Los griegos distinguían entre “doxa” (opinión vulgar) y “epistéme” (conocimiento profundo). Sólo éste último podía acercarse a la verdad. Es lo que busca ahora Jesús, cuando les pregunta: “Y ustedes, mis discípulos, que piensan de mí”. No es fácil someterse a la valoración o consideración de los demás. Esto requiere mucha humildad y libertad como nadie. Es allí cuando Pedro responde con una sola definición, y hace la profesión de fe perfecta: “Tú eres el Mesías”; es decir, el Ungido, el Cristo. Jesús considera que esta respuesta es suficiente por ahora. Les ordenó que no hablaran de él a nadie. El verbo griego empleado aquí es “epitimao”, que significa reprender con el dedo levantado imponiendo silencio, como ya había hecho en otras ocasiones con los demonios. Es que no quiere equívocos o malas interpretaciones sobre su identidad. El camino de Dios rehúye cualquier imposición, ostentación y de todo triunfalismo, está siempre dirigido al bien del otro, hasta el sacrificio de sí mismo. Por otro lado, está el “pensar como piensan los hombres”, que es la lógica del mundo, de la mundanidad, apegada al honor y a los privilegios, encaminada al prestigio y al éxito. Aquí lo que cuenta es la consideración y la fuerza, lo que atrae la atención de la mayoría y sabe hacerse valer ante los demás.
Deslumbrado por esta perspectiva, Pedro llevó aparte a Jesús y comenzó a reprenderlo (cf. v. 32). Primero lo había confesado y ahora lo reprende. Nos puede pasar también a nosotros que llevemos “aparte” al Señor, que lo pongamos en un rincón del corazón, que continuemos sintiéndonos religiosos y buenos y sigamos adelante por nuestro camino sin dejarnos conquistar por la lógica de Jesús. Pero hay una verdad. Él, sin embargo, nos acompaña en esta lucha interior, porque desea que, como los Apóstoles, elijamos estar de su parte. Está la parte de Dios y está la parte del mundo. La diferencia no está entre el que es religioso y el que no lo es. La diferencia crucial es entre el verdadero Dios y el dios de nuestro yo. ¡Qué lejos está Aquel que reina en silencio sobre la cruz, del falso dios que quisiéramos que reinase con la fuerza y redujese al silencio a nuestros enemigos! ¡Qué distinto es Cristo, que se propone sólo con amor, de los mesías potentes y triunfadores, adulados por el mundo! «¡Ponte detrás de mí, Satanás!» (v. 33). De ese modo Jesús atrae de nuevo a Pedro hacia Él, con una orden dolorosa, dura. Pero el Señor, cuando manda algo, en realidad está ahí, preparado para concederlo. Y Pedro acoge la gracia de dar “un paso atrás” recuérdate que el camino cristiano inicia con un paso atrás. El camino cristiano no es una búsqueda del éxito, sino que comienza con un paso hacia atrás, con un descentramiento liberador, con el quitarse uno del centro de la vida. Es entonces cuando Pedro reconoce que el centro no es su Jesús, sino el verdadero Jesús. Caerá de nuevo, pero de perdón en perdón reconocerá cada vez mejor el rostro de Jesús. Y pasará de la admiración estéril por Cristo a la imitación concreta de Cristo. ¿Qué quiere decir caminar en pos de Jesús? Es ir adelante por la vida con su misma confianza, la de ser hijos amados de Dios. Es recorrer el mismo camino del Maestro, que vino a servir y no a ser servido (cf. Mc 10,45). Ser Mesías, en la concepción de Jesús implica sufrir y dar la vida. Por eso, Pedro y el resto recibirán un balde de agua fría cuando le escuchan decir que será condenado, muerto y resucitado. Más aún, ser discípulo significa cargar la cruz y seguirle. Debo preguntarme yo también: “Para mí, ¿quién es Jesús?”.
“Seguir a Jesús” implica “estar con él” y constituye el corazón de la vida cristiana. Quien sigue a alguien no puede perderlo de vista. Seguimiento e inercia se excluyen. El filósofo danés Soren Kierkegaard (1813-1855), en su libro “Ejercicio del cristianismo”, contrapone al seguidor del admirador: “El seguidor se esfuerza en parecerse y llegar a ser como quien sigue. Un admirador, en cambio, sólo observa desde afuera”. Jesús no busca admiradores sino seguidores. Como decía el Papa el jueves pasado, hay que ser misioneros de una “cercanía” que evita el envejecimiento del alma, y no observadores pasivos “desde la ventana”. Ser discípulo implica una respuesta que compromete toda la vida. Es el tema central de la obra “Seguimiento”, que Dietrich Bonhoeffer (1906-1945), escribió en Londres en 1934. Este teólogo protestante alemán recuerda allí, que el seguimiento necesita un compromiso integral y exige un cristianismo alejado de la mundanidad y la seguridad. Al decir de santa Teresita de Lisieux: “Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente abandono y gratitud”.