VIERNES SANTO
Pbro. Dr. José Manuel Fernández
La Iglesia medita en este Viernes Santo, el drama misterioso del dolor. En la Cruz contemplamos el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre. Desde esa cátedra recibimos la lección de la que hablaba Santa Teresa de Ávila: “una cruz abrasada es menos pesada”, o como precisaba san Juan de la Cruz: “Las heridas del amor sólo se curan con amor”. Las llagas que marcan el cuerpo de Jesús, mendigan nuestro amor. Siguiendo este pensamiento, es que el Papa Francisco nos invitaba el miércoles pasado a mirar al Crucificado y besar en estos días, varias veces el crucifijo. La cruz muestra que el camino de la traición desemboca en la vía de la humillación y el despojo. Se trata de un Dios que “eligió no elegir” nada para sí. Quedó desnudo encarnando de modo real la esencia de la entrega. Su desnudez es humildad de quien renuncia a la violencia y no deja que manipulen su conciencia. Su desnudez es pobreza de quien apuesta todo al amor y por amor. Su desnudez es coherencia de quien, aunque haya sido vendido por treinta monedas, no se vende él mismo por ningún motivo. Su desnudez es totalidad de quien no retiene nada para sí, porque todo lo dona y por eso, todo lo hace bello. Como el mismo Maestro divino le comunicó a Santa Ángela de Foligno: “Mira que todo esto es un signo de que no te he amado en vano”. Así lo miramos hoy. Su muerte era la que se reservaba a los esclavos y a los asesinos. Jesús es un profeta y muere como un delincuente. En su pasión desde la cruz, nos revela el misterio del mal. Allí se encierra y se muestra todo el sufrimiento físico y moral del Dios hecho hombre. Sin embargo, lo que aparece como una derrota se revela como una victoria en medio del fracaso. Desde la cruz, Dios no se impone sino que se propone como modelo de amar; no pretende vencer sino convencer por medio de la ternura hecha desgarro; no juzga a quienes hacen el mal, y que son los aliados del demonio, sino que perdona sin condicionamientos. En el discurso del Papa antes de ayer, continuaba diciendo: “Cuando todo parezca perdido; cuando no quede nadie a tu lado en el momento de tu dolor, no temas, porque allí se hace presente la resurrección. En el momento en que todo te parezca perdido o cuando el sufrimiento sea más intenso, no te bajes de la cruz, porque es allí cuando la luz de la Pascua está más cerca”. ¡Tantas veces nos lamentamos de nuestra cruz! Pero cuidado, porque no es “nuestra” sino “de Él”, que nos suplica compartirla con nosotros. Cierto día un joven sentía que no podía más con sus problemas. Cayó entonces de rodillas rezando: “Señor, no puedo seguir. Mi cruz es demasiado pesada”. El Señor le contestó: “Hijo mío, si no puedes llevar el peso de tu cruz, guárdala dentro de este recinto. Después elige la cruz que tú quieras”. El joven suspiró aliviado: “Gracias Señor”. Luego dio muchas vueltas por la habitación observando las cruces: había de todos los tamaños. Finalmente fijó sus ojos en una pequeña cruz apoyada junto a la puerta y susurró: “Señor, quisiera esa cruz”. El Señor le contestó: “Hijo mío, esa es la cruz que acabas de dejar”.
Me viene a la mente y al corazón hoy, la imagen que contemplé hace cinco años atrás al venerar la Sábana Santa en Turín, Italia. Quienes estábamos allí no simplemente observábamos, sino que dirigimos hacia ese lienzo una mirada que era oración, pero al mismo tiempo que se dejaba mirar y miraba. El rostro que allí quedó grabado tiene los ojos cerrados, es el rostro de un difunto y, sin embargo, misteriosamente nos mira y, en el silencio, nos habla. Esta imagen grabada en el lienzo habla a nuestro corazón y nos lleva a subir al monte del Calvario, a mirar el madero de la cruz, a sumergirnos en el silencio elocuente del amor. Dejémonos alcanzar por esta mirada, que no va en busca de nuestros ojos, sino de nuestro corazón. Escuchemos lo que nos quiere decir, en el silencio, sobrepasando la muerte misma. A través de la Sábana Santa nos llega la Palabra única y última de Dios: el Amor hecho hombre, encarnado en nuestra historia; el Amor misericordioso de Dios, que ha tomado sobre sí todo el mal del mundo para liberarnos de su dominio. Este rostro desfigurado se asemeja a tantos rostros de hombres y mujeres heridos por una vida que no respeta su dignidad, por guerras y violencias que afligen a los más vulnerables. Sin embargo, el rostro de la Sábana Santa transmite una gran paz; este cuerpo torturado expresa una majestad soberana. Es como si dejara trasparentar una energía condensada pero potente; es como si nos dijera: ten confianza, no pierdas la esperanza; la fuerza del amor de Dios en la Cruz, todo lo vence.